El maestro de la Mano Negra by Carlos Algora

El maestro de la Mano Negra by Carlos Algora

autor:Carlos Algora [Algora, Carlos]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2020-01-01T00:00:00+00:00


26

El secuestro

Don Rosendo estaba perfumado, una vaharada de aliento agrio y aguardiente asqueó la cara de la muchacha que deseaba ya no demorar demasiado el negocio. Miró por la ventanilla para tomar aire puro y ver si divisaba al Lagartijo. No lo vio, pero sabía que era sigiloso y estaría al acecho. Las nubes tomaban tintes violáceos con la luz crepuscular.

—¿En la casa de usted vamos a tener intimidad? —le preguntó recelosa de que los planes se complicaran.

—No te preocupes moza, que el servicio es discreto. Hoy, como es domingo, a esta hora solo está mi mayordomo, que además es medio sordo y se quedará en el piso de arriba, donde duerme. Al cochero le digo que vuelva en unas tres horas.

—¿Y no hay nadie más?

—Ya te lo he dicho, preciosa. Si no eres remilgada conmigo, te daré buenos reales.

Por una puerta amplia de cochera accedieron hasta el interior. El cochero desenganchó el tiro para que el caballo descansara y comiera en la cuadra al fondo del corral. Ellos pasaron a un patio más pequeño con macetones de helechos. El mayordomo atendió a don Rosendo.

—Señor, la mesa está servida: alcauciles rellenos de carne, que tanto gustan al señorito, jamón y una botella de vino fino, por si desean picar algo. Si no necesita nada más, me retiro al piso superior.

La Rosa, distraída y distante, seguía las instrucciones de Miguelillo de no dejarse ver. Un cuadro de marcos oscuros en el salón principal le llamó la atención, un retrato masculino de cuerpo entero que a la Rosa le resultó extrañamente familiar.

—¿Te gusta? —le interrogó él, con cierto aire de añoranza.

—¿Quién es? —Aunque ella adivinaba la respuesta, quería estar segura.

—¿Tanto he cambiado? Con esa edad me comía el mundo y mis amores eran como las estrellas en la noche.

—¡Pues vaya! —comentó la Rosa sorprendida y sin saber qué decir.

Entraron en una alcoba con una cama de matrimonio, un ropero y un palanganero de caoba con filigranas, el aguamanil de porcelana finamente decorado y un espejo; bajo la cama se veía un orinal de cerámica con asa.

—Es una habitación de invitados, pero sirve para las refriegas amorosas.

—Seguro que aquí, pillín, ha aprovechado más de una vez la ausencia de su esposa.

—Cada uno tiene sus necesidades y mi debilidad siempre han sido las mujeres. Mi esposa solo quiere tener relaciones para concebir; si no, lo considera pecado. En realidad, solo quiere a sus hijos y a mi nieto. Bueno, dejémonos de chácharas que quiero chupar esos pezones tentadores y que me acaricies mis partes. —Don Rosendo prefirió mostrarse sincero, sin pudor y deseoso de no perder más tiempo—. Mi picha curtida en mil batallas ya no me sirve, pero ninguna hembra podrá decir que la dejo insatisfecha, ver su excitación es motivo para mí suficiente.

Don Rosendo abrió un arcón de nogal con incrustaciones de hueso y del fondo del mismo, bien envuelto en un pañuelo de seda, sacó un pene de piel, que dejó sorprendida a la muchacha.

—Con este juguetito, bien engrasado con manteca, hago milagros.



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